16 enero 2008

EL BARCO - Pablo Salomone


Eran las tres de la tarde de un febrero que ese año sobrevino un poco más abrasador y monótono que de costumbre. En medio de la nada, del desierto de la nada, en la Salina Grande, bajo el sol y sin un sombrero que le diera un poco de sombra sobre los ojos, con la ropa en jirones, unos trapitos apenas, descalzo, la piel como si fuera un cuero ennegrecido y lleno de arrugas, las manos cruzadas sobre las rodillas y la mirada perdida hacia los confines del poniente, todo flaco, la barba y el pelo una sola cosa informe y sucia, casi nada de persona, Benicio Casas estaba sentado, esperando. Cuando llegué hasta él apenas si me miró de reojo y siguió en su silencio. -Hola Benicio, soy yo que vengo a buscarte. -Ya sé, sí –me dijo él, en un tono como de reproche, o que a mí me pareció de reproche-… Te estaba esperando desde hace rato. -Perdoname todo este tiempo de demora pero, la verdad, es que me había olvidado de vos. -Me imaginé, sí. Lo miré a los ojos y pude ver que mientras hablábamos miraba algo, o buscaba algo que parecía estar mucho más lejos de mi presencia, hacia el lado del poniente, pero no pregunté nada. Tenía que hacer mi trabajo. -¿Nos vamos, entonces? -Todavía no. Estoy esperando, ya te dije, pero ahora también te digo que no es solamente a vos, que ya llegaste a pesar de tu olvido… Ahora espero el barco…, recién cuando llegue el barco nos vamos a ir, antes no. -¿El barco? -El barco, sí. Miré el desierto blanco de sal que se extendía hasta donde daba la mirada y pensé que Benicio Casas estaba total y absolutamente loco; que la espera y el tiempo y el sol le habían cocinado los sesos. ¡Un barco ahí! -Benicio, si lo que buscás es que… -Cuando llegue el barco y no antes…, ya lo tengo decidido desde que no apareciste cuando debías. -Yo decido, Benicio. Acordate… -Sos vos quien debería haberse acordado de mí, ¿no?… Me cansé de esperarte, y lo sabés, así que ahora decido yo…, y he decidido que me voy a ir, sí, cómo no, pero en barco… El barco llega y nos vamos, lo prometo… -Benicio… -Una vez, cuando era muy chico, mi abuelo me llevo a un puerto, no sé qué puerto, y vi un barco que zarpaba, y me imaginé que yo también viajaba lejos junto con la tripulación. Fue hermoso… Nunca anduve en barco y quiero irme en barco, ¿sí? Benicio Casas tenía, a su modo, un poco de razón, y yo tenía, como siempre, todo el tiempo del mundo. Así que me senté a su lado, decidida a esperar a que un barco llegara hasta allí, al medio mismo del desierto de la Salina Grande, o a que cambiara de idea. Yo tenía que hacer mi trabajo... Para suavizar la tensión que se ahondaba cada vez más entre los dos, le pregunté por preguntar algo: -¿Se te hizo muy larga la espera? -Más o menos… Al principio, un poco, pero después ya no. -¿Cuánto tiempo ha pasado? -197 años…, que sumados los 93 que ya tenía encima hacen demasiados años a los años de estar en el mismo cuero. -Bueno, vos sabés que tengo mucho trabajo… Además únicamente a vos se te puede ocurrir vivir acá, solo y en la nada… Me olvidé, es verdad, me olvidé por completo de vos, no te tenía presente y tampoco en cuenta pero, bueno, ahora ya he llegado, ¿no? -Ajá, sí. -¿Y qué hiciste en todo este tiempo? -Soñé… soñé mucho… Primero no sabía qué cosa hacer y andaba de un lado para el otro mirando el horizonte, buscándote, pero después me di cuenta que no tenía ningún sentido porque tarde o temprano eras vos quien iba a llegar a buscarme y entonces me senté aquí mismo, donde estoy ahora, y me puse a soñar… -¿A soñar? - A soñar, sí… Soñé mucho, sí señora, y muchas cosas hice en mis sueños. Fue muy bueno. El tiempo se hizo nada así; la espera se hizo nada así… En uno de los sueños supe que el barco iba a pasar por acá, y entonces ya no me moví más y me quedé quieto a esperarlo. -Pero es que este es un desierto de sal, Benicio, y los barcos andan en el agua, en los ríos, en el mar, y no en la sal… No va a pasar. -Esto era un mar antes, un mar que se retiró, o desde el que emergió la tierra, desplazando al agua. Por eso toda la sal. -Pero ahora… -¡Ajá, sí, sí, mirá, carajo, mirá y callate! –gritó de golpe, se levantó y comenzó a saltar como un poseído, señalando un punto en el horizonte, hacia el oeste. Miré hacia donde me hacía señas y vi, allá lejos, recortándose nítido contra las enormes montañas de los Andes más lejanas todavía, un pequeño punto que crecía cada vez más, viniendo hacia nosotros… Era un barco. -¡Mirá, vieja esquelética!... ¡Ja, já, ja, ja!... ¿No era que no iba a pasar? El barco, enorme y oscuro, navegaba hacia nosotros levantando espuma y oleaje y dejando una estela fresca en medio del crujido a vidrio roto de la sal, como un monstruo gordo de panza de madera abovedada. Todas las velas hinchadas de viento y de sol, los mástiles quejosos, el hermoso mascarón de proa que parecía mirarnos directamente a los ojos, las gaviotas y los pelícanos revoloteando alrededor… El barco. -¡A la mierda, una carabela! –dije, y quedé con la boca abierta y los ojos más abiertos todavía por el asombro. -¡Un galeón, señora, un galeón tal y como yo lo había soñado! No lo podía creer, y eso que he visto muchas cosas desde que tuve mi primer trabajo, cuando aquel hombre (creo que se llamaba Abel) murió a manos de su hermano. Muchas cosas he visto, sí, pero un barco surcando olas en las Salinas Grandes, jamás… -¡Vamos huesuda, subí y dejate de joder con esa guadaña que aquí no hay ningún pasto que cortar! –me gritó, y seguía riéndose como un chico, mientras subía por una escalerilla de popa y agarraba el timón. Y así me lo llevé, o me llevó, no sé: en barco, como lo había soñado… Que yo seré La Muerte y mi trabajo siempre se cumple, pero ahí mismo, cuando llevé a Benicio Casas, aprendí que contra los sueños nada puede hacerse. Fue a las tres de la tarde de un febrero abrasador y monótono en las Salinas Grandes. FIN

(En Casatrés, Oro Verde, el 12-01-2008)

Pablo me regaló este fantástico cuento, desde la otra orilla del Plata. Soy/Estoy feliz! que mejor cosa en el mundo que te obsequien corazones, abrazos, miradas, libros, y este cuento?